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jueves, 29 de septiembre de 2011

Colombia, al borde de una nación


Para David Bushnell[1] Colombia es, por encima de muchas cosas, “una nación a pesar de sí misma”[2]. Esta aseveración, interesante desde todo punto de vista, es también cuestionable a la hora de entrar en detalles sobre ¿qué es nación? Sobre este asunto, sostiene Edgar Morín que “la nación es una sociedad en sus relaciones de interés, de competiciones, rivalidades, ambiciones, conflictos sociales y políticos. Pero es igualmente una comunidad identitaria, una comunidad de actitudes y una comunidad de reacciones frente al extranjero y sobre todo al enemigo”[3].
Siguiendo esta línea, la de Morín, cabe preguntarnos entonces: ¿se puede concebir la nación desprendida de las prácticas culturales de su sociedad? La respuesta a esta pregunta es compleja, tanto más si tenemos en cuenta que la nación es muchas veces asociada con Estado, país, o simplemente pueblo. Para no extendernos, diremos simplemente que no podemos concebir una nación sin unas raíces culturales comunes, pues, lejos de que un conjunto de leyes legitimen un territorio como Estado, la nación es el compartimiento de unas prácticas en concreto de determinado grupo, bajo determinado territorio.
Pese a lo que sostiene Bushnell, y partiendo de las dificultades que se han tenido a la hora de lograr (o acercarnos a) una cohesión social ¿Podemos darle el calificativo de nación a Colombia? Si tenemos en cuenta que; el reconocimiento cultural de una sociedad a otra, y viceversa, es el estado más álgido al que puede llegar la humanidad en cuanto logra identificar una serie de costumbres de sí misma y de otros pueblos; entonces debemos aislar al país por regiones y analizarlas separadamente. Colombia se forma aisladamente, por las condiciones territoriales, por las capacidades que cada región provee, por las identidades que cada grupo de personas (negros, indios, blancos, mestizos, criollos…) va forjando. No es de extrañar que aún hoy, dos siglos después de proclamado el territorio como un solo país, la situación se torne agreste, más por la renuncia a reconocer otras culturas, más por la falta de acercamiento entre unos y otros.
Dilucidar los procesos que llevan a que un grupo de personas se diferencie de otro es una tarea compleja, pues, solo podremos decir (de la mera observación) que comparten un espacio geográfico y unas condiciones de vida similares en cuanto su entorno lo permite. En este sentido, bajo la construcción cultural de los diferentes pueblos, causa curiosidad la forma en que unas culturas se erigen como referentes de otras. Esta problemática nos la detallada Todorov en su libro cruce de culturas y mestizaje cultural cuando, describiendo la situación de su propio país, muestra la forma en que la cultura de una región distinta a la propia se toma como ideal. Esta situación, en principio, puede ser enriquecedora en la medida en que una cultura observa otra, yendo más allá de sus posibilidades, rompiendo sus propios esquemas, retroalimentando sus propias bases costumbristas; así lo muestra Peter Burke en su obra Amsterdam y Venecia, partiendo del estudio de las élites del siglo XVII.  Sin embargo, la situación se torna crítica y preocupante cuando las prácticas culturales ajenas entran a suplantar las prácticas culturales propias.
En nuestro caso, es quizás una particularidad dentro de nuestros múltiples comportamientos el querer siempre imitar otras culturas, otras modas. No en vano dijo Jaime Garzón, alguna vez, que “en Colombia no hay colombianos” porque, desde su juiciosa observación “los ricos se creen ingleses, la clase media se cree gringa, los intelectuales se creen franceses y los pobres se creen mejicanos”[4]. El tono irónico y jocoso de esta crítica salta a la palestra y, aunque no debe tomarse en el sentido literal y estricto con el que se plantea, se debe entender que lo que quiso decir es que aún no adoptamos un estilo propio, o más bien, nos rehusamos a reconocerlo. Nos limitamos a imitar y adoptar las prácticas ajenas y, aunque reconocer lo ajeno es importante, mantener nuestra identidad frente a las ajenas es vital.
Reconocer al otro implica reconocerse a sí mismo y mantener una identidad, pues, cuando se desconoce lo demás, lo que puede llegar a ser diferente, no se puede hablar de identidad sino de unidad absoluta porque no existiría un referente para establecer comparaciones. La existencia de esos otros grupos heterogéneos implica tolerar las diferencias a modo de reconocer las relaciones identitarias ajenas y mantener las propias. La idea es establecer un intercambio cultural que estimule el sentido de pertenencia y conduzca a enriquecer la cultura propia, tolerando lo distinto. Sin embargo, es importante en este sentido tener presente hasta dónde un comportamiento hace parte de las condiciones culturales y hasta qué punto hace parte de la calidad humana[5], pues, lo que han dado en llamar la “cultura de la violencia” o la “cultura del narcotráfico”, en nuestro país, no ha de tomarse pasivamente ante el respeto por ciertas prácticas[6]. Así pues, la tolerancia y la humanidad han de ser las dos categorías a tener en cuenta a la hora de comparar sociedades distintas, relacionar comportamientos y condiciones; llegando al punto de complementarse o contraponerse, dependiendo de algunos parámetros, quizás cuestionables, que pueden dar lugar a una “cultura universal”[7].
En nuestro caso, sin embargo, pese a los grandes desconocimientos entre una región y otra, el país ha trazado ciertos paralelos tendientes a complementarse, aunque conserve una gran distancia aún. La música cobra importancia en este sentido, la cual, pese a matizar ciertas regiones, ha logrado expandirse, no sin antes transformarse. El vallenato es quizás el mejor ejemplo; oriundo del Caribe colombiano, inicialmente propio de las clases más populares y con poca acogida, ha logrado cautivar, no solo a otras clases sociales, sino también a otras culturas totalmente distintas. Adquiere relevancia este hecho en cuanto el descubrimiento  y reconocimiento  de la cultura popular en el entorno social de un pueblo logra develar y explorar “nuevos mundos”[8], llenando vacíos que, por falta de interacción, tienden a aislar a los miembros de grupos ya establecidos, logrando así aproximarse a una cohesión social y cultural. La importancia de reconocer lo ajeno cobra mayor preponderancia cuando, en una misma sociedad, sometida a las mismas reglas y compartiendo un mismo territorio, encontramos divergencias significativas en cuanto a prácticas culturales.
El caso nuestro, finalmente, sigue matizado mientras la pregunta siga en pie: ¿somos nación? Responder esta duda se limitará a diferenciar en qué aspectos sí y en qué aspectos no. Por ahora, somos un país de una gran diversidad, con múltiples prácticas culturales, diversas representaciones y multiplicidad de imaginarios que se pierden en ese infinito océano cultural, que busca una identidad por encima de todo, y que, pese a las diferencias y antilógicas, recoge ciertas relaciones expresas en algunas manifestaciones características de un colombiano.

Por: María Jimena Padilla Berrío


[1] Un historiador estadounidense que entregó su vida a estudiar los acontecimientos históricos de Colombia, porque, según su observación, este país ha permanecido en guerra toda su vida sin que se hayan producidos cambios sustanciales.
[2] Obra publicada originalmente en 1994 en la Universidad de California. Su título en inglés es: the making of modern Colombia. A nation in spite of itself.
[3] Disponible en línea: http://redalyc.uaemex.mx/redalyc/pdf/927/92720205.pdf. . (s.f.). Recuperado el 28 de Abril de 2010.
[4] Garzón Forero, J. (1997). Cali: Corporación Universitaria Autónoma de Occidente.

[5] Sobre este asunto, en nuestro medio, se evidencian choques culturales que pueden tornarse intolerables. Los casos más notorios y recurrentes que tenemos son la confrontación de las prácticas de ciertas comunidades indígenas, las cuales, lejos de ser ignoradas totalmente por la sociedad en su conjunto, son cuestionables desde todo punto de vista. A este respecto, el tratamiento que se le da a los casos de abuso sexual de menores en una comunidad indígena del Cauca (situación que se vuelve cada vez más recurrente) por parte de las autoridades es discutible, pues, no se trata de vulnerar las prácticas de una comunidad, ni interferir en su autonomía, se trata de la dignidad humana, pues, atribuirle el carácter meramente cultural a prácticas que desdibujan la condición humana puede acarrear severas discusiones.
[6] Hay que ver en lo que se ha convertido la violencia en nuestro país. Podemos partir de las confesiones de los protagonistas de los grupos violentos en nuestro país para concluir el grado de sofisticación y refinamiento al que han llegado en cuanto a descuartizar, matar y desaparecer personas se refiere.
[7] Tal vez ese ideario de cultura universal se relacione de alguna manera con los llamados “Derechos Humanos Universales”, los cuales propenden por unas condiciones  mínimas de dignidad humana. Fuera de esos “mínimos” se puede entrar a comparar culturas, establecer relaciones y darle cabida a la posibilidad de compenetrarse.
[8] Sobre este asunto nos habla Peter Burke con detalle en su obra historia de la cultura popular en la Europa moderna.