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martes, 22 de octubre de 2013

Las vainas de mi pueblo



En vez de transformarme en una loca  energúmena, como suele ocurrir cada que algo me saca de quicio (aunque mi hermano tiene una teoría: a mí todo me saca de quicio), esta vez he seguido la noticia del Gobernador de la Guajira con extraños sentimientos de tristeza, desazón, impotencia. Como cuando nos hieren el orgullo y tenemos que tragarnos las palabras porque, en el fondo de nuestro ser, somos conscientes de la situación. Sabemos que las circunstancias guardan algo de sensacionalismo y de realidad, es innegable, pero aún así, estamos cansados.

De la Gobernación de la Guajira, desde que tengo uso de razón, escucho escándalos que vienen y van, entre otras cosas porque para mí, lejos de ser el recinto de la primera autoridad Departamental, fue ese lugar donde terminaban mis escapes enigmáticos, mis tardes de arrastrada en la playa y de antojos de dulce. De niña, en medio de las travesuras que implica la edad, después de volármele a mi abuela, después de atracar las chazas de dulce y revolcarme hasta más no poder en la orilla de la playa, jugando a guardianes de la bahía o simplemente contemplando la puesta del sol, terminaba subiendo y bajando escaleras, metiendo las narices en todas las oficinas y repartiendo saludos como una loca preguntando por mi papá.

Como toda niña de seis años, las personas miraban con cara de asombro a la indigente que frecuentaba la Gobernación sin que nadie se explicara por qué la dejaban entrar. La razón era muy sencilla: A mi papá, como buen guajiro conversador, dicharachero, excesivamente sociable e intenso, lo conocía desde el celador hasta el Gobernador, situación que facilitaba mucho las cosas. Entonces, bastaba con llegar y decirle al celador el nombre de mi papá para que me dejaran entrar. Con el tiempo ya me reconocían y bastaba con advertir mi presencia para que me señalaran en dónde se encontraba.

Pasaba la recepción, pasillos llenos de oficinas, señoras del aseo y del café, bultos de papeles y papeles hasta llegar a la oficina, o a la sala de reuniones, o dónde quiera que estuviera metido. Como no iba sola, el regaño era compartido. Mi hermano y yo, como un par de gamines, desfilábamos por los pasillos de la Gobernación en busca de ese papá para pedirle dinero, el cual, al vernos en el estado tan deplorable en el que osábamos ir, nos miraba como quien mira a una cucaracha pero no se atreve a lanzarle el zapato en público. Al final resolvía darnos la plata con tal de que nos largáramos cuanto antes, advirtiéndonos que en la noche arreglábamos, aunque nunca se tocaba el tema, por eso regresábamos una y otra vez cada que se nos antojaba, y se repetía la escena.

Recuerdo las peleas interminables con mi papá porque, si un día me antojaba de la casa de la barbie o de algún juego de niño varón (como una pelota o algo más unisex como un rompecabeza), al día siguiente, como si nada, me antojaba de cualquier otra barbaridad y, sin pizca de misericordia alguna, le hacía la lista de caprichos acumulados. Además, como buena hiperactiva insoportable, mantenía metida en cuanto curso que implicara gastos desmedidos, los cuales yo terminaba de exagerar (pintura: óleos, lienzos, pinceles; música: flauta, guitarra; manualidades: papeles, cartulinas, papeles, cartulinas, papeles…). De allí, cada que exigía algo, tenía que someterme al sermón del día: “Cuando Chichi Pérez pague”, entonces empecé a comprender el drama de siete y hasta nueve meses sin pagar en la Gobernación. Aunque al día siguiente lo enfrentara de nuevo y le dijera, sin pizca de consideración, que me importaba muy poco si le pagaban o no, pero que tuviera le gentileza de comprarme mis cosas. En el peor de los casos terminaba acusándolo con mi abuela y, a punta de regaños, yo siempre terminaba ganando.

Me acuerdo, también, de mis peleas interminables por teléfono cada que se iba la luz: “Señores de electricaribe, ¿y cuál es la excusa de hoy?, ¿me explican por qué fue que quitaron la luz?”. A mi mamá le tocaba quitarme el teléfono porque siempre terminaba agarrada con algún empleado (todavía hoy en día me abre los ojos cada que llamo a hacer algún reclamo a alguna empresa de servicios, pues, pese a que mi tono es decente, mi lenguaje sarcástico logra insultar con tal decencia que ni yo misma percibo que lo estoy haciendo), y muchas veces me llegaron a decir, sin asomo de vergüenza: “racionamiento”, lo que me convertía en una loca endemoniada. En ocasiones la quitaron de noche, entonces me tocaba aguantarme los ronquidos de mi papá porque me mudaba para el cuarto de ellos, pues, ni loca dormía sola en esa oscuridad, era como si la ausencia de luz aumentara las probabilidades de que salieran fantasmas, espíritus, violadores o cualquier cosa de esas.

Por si fuera poco, recuerdo el desfile de carro-tanques cada que “un daño” nos dejaba sin agua por semanas. Aprendíamos en esos tiempos el significado de la bendita palabra de electricaribe: racionar. Además, como si todas estas historias macondianas no fueran suficiente, cualquier día terminábamos agarrados con el del colectivo, el taxi o la buseta por la sencilla razón de que, de la noche a la mañana, el precio del transporte público fácilmente se duplicaba porque “no está pasando gasolina” (de Venezuela). Pero a pesar de todo, nos atrevíamos a seguir viviendo… Aprendimos entonces que el mundo no se acaba si no hay agua en la regadera o si tocaba ponerse a contar las estrellas porque no hay luz.

En fin, puedo quedarme el resto de la eternidad contando anécdotas, esas que recrean la dura y cruda realidad de una tierra que, por décadas, ha esperado la atención del Gobierno Nacional, pues, los gobernantes locales nos han fallado una y otra vez, con algunas excepciones, claro está. Basta con echar un vistazo, no sólo a LA CA-PI-TAL, sino al resto del Departamento, para darse cuenta el nivel de pobreza extrema que viven muchos de sus habitantes.


A lo largo de mi vida no he hecho otra cosa que escuchar escándalos: que se robaron (la plata, las elecciones, la educación…), que se burlaron (del pueblo, de la justicia, de la necesidad), que hicieron y deshicieron y la vida transcurre igual, como si nada. La Guajira, esa tierra de nadie y de todos, esa tierra donde, por encima de la Constitución Nacional y la Ley, impera la retórica expresión de “estamos en Riohacha”, esa tierra desértica y cálida, de costumbres agrestes y sentimientos nobles, de amistades sinceras y acordeonistas, de grandes riquezas naturales y malos gobernantes, está cansada de tanto abandono. 

Los Guajiros nos cansamos de los malos gobiernos y los escándalos vergonzosos. Los Guajiros nos cansamos de ser un acceso extraño que le sale al mapa de Colombia en el norte, estamos hartos de los malos servicios públicos, del abandono estatal, del aislamiento, de los señalamientos, de ser uno de los Departamentos con deficientes niveles educativos, con altas tasas de corrupción, impunidad, caos… Estamos cansados de que los mismos Guajiros, sus gobernantes la más de las veces, no quieran su tierra. Y lo peor de todo, es que a estas alturas la situación ha cambiado muy poco. Seguimos de escándalo en escándalo, el agua todavía sea va, la luz aún la quitan, la gasolina todavía escasea y el “estamos en Riohacha” sigue siendo la ley.



Twitter: @MaJiPaBe

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