En vez de transformarme en una loca energúmena, como suele ocurrir cada que algo
me saca de quicio (aunque mi hermano tiene una teoría: a mí todo me saca de
quicio), esta vez he seguido la noticia del Gobernador de la Guajira con
extraños sentimientos de tristeza, desazón, impotencia. Como cuando nos hieren
el orgullo y tenemos que tragarnos las palabras porque, en el fondo de nuestro
ser, somos conscientes de la situación. Sabemos que las circunstancias guardan
algo de sensacionalismo y de realidad, es innegable, pero aún así, estamos
cansados.
De la Gobernación de la Guajira, desde que
tengo uso de razón, escucho escándalos que vienen y van, entre otras cosas
porque para mí, lejos de ser el recinto de la primera autoridad Departamental, fue
ese lugar donde terminaban mis escapes enigmáticos, mis tardes de arrastrada en
la playa y de antojos de dulce. De niña, en medio de las travesuras que implica
la edad, después de volármele a mi abuela, después de atracar las chazas de dulce
y revolcarme hasta más no poder en la orilla de la playa, jugando a guardianes
de la bahía o simplemente contemplando la puesta del sol, terminaba subiendo y
bajando escaleras, metiendo las narices en todas las oficinas y repartiendo
saludos como una loca preguntando por mi papá.
Como toda niña de seis años, las personas
miraban con cara de asombro a la indigente que frecuentaba la Gobernación sin
que nadie se explicara por qué la dejaban entrar. La razón era muy sencilla: A
mi papá, como buen guajiro conversador, dicharachero, excesivamente sociable e intenso, lo conocía desde el celador hasta el Gobernador,
situación que facilitaba mucho las cosas. Entonces, bastaba con llegar y
decirle al celador el nombre de mi papá para que me dejaran entrar. Con el
tiempo ya me reconocían y bastaba con advertir mi presencia para que me
señalaran en dónde se encontraba.
Pasaba la recepción, pasillos llenos de
oficinas, señoras del aseo y del café, bultos de papeles y papeles hasta llegar
a la oficina, o a la sala de reuniones, o dónde quiera que estuviera metido.
Como no iba sola, el regaño era compartido. Mi hermano y yo, como un par de
gamines, desfilábamos por los pasillos de la Gobernación en busca de ese papá
para pedirle dinero, el cual, al vernos en el estado tan deplorable en el que
osábamos ir, nos miraba como quien mira a una cucaracha pero no se atreve a
lanzarle el zapato en público. Al final resolvía darnos la plata con tal de que
nos largáramos cuanto antes, advirtiéndonos que en la noche arreglábamos,
aunque nunca se tocaba el tema, por eso regresábamos una y otra vez cada que se
nos antojaba, y se repetía la escena.
Recuerdo las peleas interminables con mi papá
porque, si un día me antojaba de la casa de la barbie o de algún juego de niño
varón (como una pelota o algo más unisex como un rompecabeza), al día
siguiente, como si nada, me antojaba de cualquier otra barbaridad y, sin pizca
de misericordia alguna, le hacía la lista de caprichos acumulados. Además, como
buena hiperactiva insoportable, mantenía metida en cuanto curso que implicara
gastos desmedidos, los cuales yo terminaba de exagerar (pintura: óleos,
lienzos, pinceles; música: flauta, guitarra; manualidades: papeles, cartulinas,
papeles, cartulinas, papeles…). De allí, cada que exigía algo, tenía que
someterme al sermón del día: “Cuando Chichi Pérez pague”,
entonces empecé a comprender el drama de siete y hasta nueve meses sin pagar en
la Gobernación. Aunque al día siguiente lo enfrentara de nuevo y le dijera, sin
pizca de consideración, que me importaba muy poco si le pagaban o no, pero que
tuviera le gentileza de comprarme mis cosas. En el peor de los casos terminaba
acusándolo con mi abuela y, a punta de regaños, yo siempre terminaba ganando.
Me acuerdo, también, de mis peleas
interminables por teléfono cada que se iba la luz: “Señores de electricaribe,
¿y cuál es la excusa de hoy?, ¿me explican por qué fue que quitaron la luz?”. A
mi mamá le tocaba quitarme el teléfono porque siempre terminaba agarrada con
algún empleado (todavía hoy en día me abre los ojos cada que llamo a hacer
algún reclamo a alguna empresa de servicios, pues, pese a que mi tono es
decente, mi lenguaje sarcástico logra insultar con tal decencia que ni yo misma
percibo que lo estoy haciendo), y muchas veces me llegaron a decir, sin asomo
de vergüenza: “racionamiento”, lo que me convertía en una loca endemoniada. En
ocasiones la quitaron de noche, entonces me tocaba aguantarme los ronquidos de
mi papá porque me mudaba para el cuarto de ellos, pues, ni loca dormía sola en
esa oscuridad, era como si la ausencia de luz aumentara las probabilidades de que
salieran fantasmas, espíritus, violadores o cualquier cosa de esas.
Por si fuera poco, recuerdo el desfile de carro-tanques
cada que “un daño” nos dejaba sin agua por semanas. Aprendíamos en esos tiempos
el significado de la bendita palabra de electricaribe: racionar. Además, como
si todas estas historias macondianas no fueran suficiente, cualquier día
terminábamos agarrados con el del colectivo, el taxi o la buseta por la
sencilla razón de que, de la noche a la mañana, el precio del transporte
público fácilmente se duplicaba porque “no está pasando gasolina” (de
Venezuela). Pero a pesar de todo, nos atrevíamos a seguir viviendo… Aprendimos
entonces que el mundo no se acaba si no hay agua en la regadera o si tocaba
ponerse a contar las estrellas porque no hay luz.
En fin, puedo quedarme el resto de la eternidad
contando anécdotas, esas que recrean la dura y cruda realidad de una tierra
que, por décadas, ha esperado la atención del Gobierno Nacional, pues, los
gobernantes locales nos han fallado una y otra vez, con algunas excepciones, claro
está. Basta con echar un vistazo, no sólo a LA CA-PI-TAL, sino al resto del
Departamento, para darse cuenta el nivel de pobreza extrema que viven muchos de
sus habitantes.
A lo largo de mi vida no he hecho otra cosa que escuchar escándalos: que se robaron (la plata, las elecciones, la educación…), que se burlaron (del pueblo, de la justicia, de la necesidad), que hicieron y deshicieron y la vida transcurre igual, como si nada. La Guajira, esa tierra de nadie y de todos, esa tierra donde, por encima de la Constitución Nacional y la Ley, impera la retórica expresión de “estamos en Riohacha”, esa tierra desértica y cálida, de costumbres agrestes y sentimientos nobles, de amistades sinceras y acordeonistas, de grandes riquezas naturales y malos gobernantes, está cansada de tanto abandono.
Los Guajiros nos cansamos de los malos gobiernos y los escándalos vergonzosos. Los Guajiros nos cansamos de ser un acceso extraño que le sale al mapa de Colombia en el norte, estamos hartos de los malos servicios públicos, del abandono estatal, del aislamiento, de los señalamientos, de ser uno de los Departamentos con deficientes niveles educativos, con altas tasas de corrupción, impunidad, caos… Estamos cansados de que los mismos Guajiros, sus gobernantes la más de las veces, no quieran su tierra.
Twitter: @MaJiPaBe
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