Soy un bicho raro, lo
sé, soy incapaz de profesarle amor a un ser humano y al único animal que he
querido en la vida es a mi perrita, pero siempre he creído en el potencial de
un niño, en sus sueños, sus proezas y su ingenio, soy incapaz de matarles una
ilusión y si tengo que inventarme un mundo paralelo con tal de que ellos sigan
creyendo en su mundo de fantasías, lo intento. Para mí la niñez es la etapa
sagrada de la vida, no permito que le maten las ilusiones a un niño, que lo
maltraten, y mucho menos, que los priven de soñar, ese es el peor de los
pecados, para mí.
Admito que los miro rayado y soy traste para cargarlos, fácilmente puedo dejarlos caer o ahogarlos en una bañera si me mandan a bañarlos, pero son la razón de la vida, son esa cosa que me hace creer en un mundo mejor, en un mañana posible y que el futuro existe y no todo en el mundo está terminado, que hay un camino largo por andar y que cada paso que damos no debe ser en pro de avanzar por avanzar sino de dejar un ejemplo y procurar una niñez feliz, ¿Se imaginan un mundo lleno de adultos? ¡Qué desastre! Necesitamos ese polo a tierra que nos saque de la estupidez que caracteriza a los adultos y nos permita volar, ser libres, creer, por ello ahora defiendo slogans como “un motivo para alegrar la navidad” y cosas cursis de esas, de las que amigos míos se extrañan porque saben que esta época no es mi fuerte, es más, no gusto de Diciembre y si pudiera suprimirlo del calendario y del mundo lo haría, no lo he hecho porque, en primer lugar, pese a que no gusto de él, a mi me trae vacaciones todavía, y en segundo lugar, porque no tengo la facultad para suprimirlo, ¿Por qué más?
Alguna vez quise cambiar el mundo y mantenía frustrada, obvio, no puedo cambiar el mundo, pero alguien me dijo que no necesitaba hacerlo, que bastaba con que llegara a las personas, transmitiera un mensaje, dejara una huella, sembrara un sueño, y desde entonces lo intento y los niños son mi debilidad. El solo hecho de darles motivos para sonreír, alegrarse, esperar, el solo hecho de regalarles un rato grato y una luz al final del camino es suficiente para mí. Soy consciente de que no cambiará el mundo por ello, pero ver sonreír a un niño no tiene precio, por eso me uní a la Vaca Noel, porque es un pretexto para compartir con ellos, empaparme de toda esa energía y calidez. No hay nada que parta más el corazón que un niño te abrace y te diga “la voy a extrañar”, con esa humildad que los caracteriza, con esa sinceridad y nostalgia que irradian en sus ojos.
Y me partieron el corazón, un pedacito de él se quedó por allá, en ese inhóspito lugar donde cada tarde íbamos a hacer la famosa novena navideña, correr, asolearnos, sudar, gritar, comer dulces y reír. Pero me queda la satisfacción de haber compartido con ellos, de haberlos visto contentos cada día y de escucharlos decir: “¡Gracias por compartir con nosotros, me van a hacer falta!”, y desde entonces soy capaz de desear, desde lo más profundo y recóndito de mi ser, que tengan una feliz, feliz navidad, pese a que sigo sin creer en ella, solo creo en la felicidad. Es así como un niño, una niña, se convierten en el mejor pretexto para sopesar estas fechas navideñas.
Nota publicada en http://soyperiodista.com/entretenimiento/nota-17693-un-pretexto-sopesar-la-famosa-navidad